En Navidad, hay ciertos comercios que decoran sus tiendas, las hacen más acogedoras, personalizan sus productos, con el fin de conseguir más ventas. En las discotecas pasa algo similar, te invitan a chupitos y te pagan la entrada para que te quedes un rato bailando. Tan sencillo como ir por la calle y enseguida te pregunta "Oye, chicas ¿ya sabeis dónde vas a ir?". Saben perfectamente que eres menor, pero ¿Qué más les da? Acabas en cualquier discoteca con tequila, limón y sal. La gente es desagradable, los tacones crujen con las copas rotas del suelo, apenas hay espacio, al camarero le caes bien porque hablas francés, pero salvación: la música suena más alto que los problemas. Empiezas a bailar dejádote el alma y las ganas, las dudas y las sonrisas, las lágrimas y los nombres. Tu canción favorita, te inventas un baile, chillas la letra, vais coordinandas, el sudor perla la frente, dejas tu cuerpo en ángulos imposibles, las risas y las bromas vuelan, sois cuatro, te relajas, sientes el calor a pesar del frío que hace fuera, sigues con el sabor del mojito en la garganta.
Luego alguien se te acerca por detrás, te coge por la espalda y te susurra lo bien que bailas al oido. Coges tu chaqueta y arrastras a las demás fuera suplicandoles que cambiemos de local, que te has cansado de esta música. Y una y otra vez, hasta que el móvil suena y te tienes que ir.
¿Me sigues preguntando por qué no quiero salir?
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